En la primera planta de un hospital de mi ciudad que mira al mar, hay un rinconcito más bien pequeño lleno de sillones, de sillas, de plantas, de cuadros y flores. En el lado que no hay sillas, un mural pintado bastante grande recubre toda la pared en donde está plasmado un paisaje de naturaleza. En él se pueden ver unas grandes montañas por donde baja una catarata que termina en un pequeño río rodeado de árboles, hierba verde y en lo alto un cielo pintado de múltiples tonos azules.
La primera vez que lo ves parece que se puede escuchar el sonido de esa catarata cayendo a gran velocidad entre las inmensas montañas y piensas “Qué agradable, qué paz transmite” pero después si lo miras durante un rato fijamente, llega a recorrerte una sensación de frío por la espalda y deja ya de ser tan agradable.
En esa pequeña salita, que a simple vista puede parecer tan acogedora, calentita, con mucha luz, cada mañana desde bien temprano se comienza a llenar de mujeres. Mujeres que nunca pensaron estar allí antes, mujeres a las que les cambiará la vida desde ese mismo momento.
Las hay de todas las edades: abuelas, chicas de 50, jovenzuelas de treinta,.. La mayoría acompañadas de otras mujeres: de sus nietas, de sus hijas, de alguna amiga… pero también las hay que esperan solas, supongo que decidieron no ir acompañadas o puede que incluso lo que allí pase sea un secreto todavía.
Mientras se espera, nerviosas se miran tímidamente entre ellas, si coinciden las miradas, abren un pelín más sus ojos, sueltan una pequeña mueca de complicidad, con un gesto mínimo de inclinar hacia a un lado la cabeza a modo de: “Aquí estamos”.
Todas ahí en el mismo lugar, mirando en la misma dirección, para aquel río y esas montañas y un poco más arriba en medio de aquel cielo de azules, una pequeña pantalla que pita e indica cuando tienen que dejar esa sala y entrar en un pequeño despacho.
Cargadas con el abrigo, paraguas, bolso, carpetas con papeles, van entrando al tocar su número. Las que aguardan aún su turno no saben lo que pasa al otro lado, dentro hay una persona que su trabajo es dar buenas o malas noticias a esas mujeres. Sea lo que sea, cuando vuelven a salir de nuevo, ya no serán las mismas que cuando abrieron la puerta.
Las que esperan sentadas las miran, ven sus caras, ninguna sale indiferente, las hay que suspiran y se abrazan felices, las hay que se abrazan y lloran, las hay que salen hacia la calle nerviosas rebuscando en el bolso,…
Ese día, ahí en esa sala, para esas mujeres que esperan empieza o termina algo.
Termina (de momento) un susto muy grande que no olvidarán, o empieza un desconocido, largo y duro camino de superación.
Fotografía de la exposición «MAMA MÍA! Otra mirada al cáncer de mama» de Alex F. Romero (exposición itinerante situada frente la Unidad de Mama, Hospital Abente y Lago. A Coruña)